
Un día se me ocurrió decir y escribir que los hombres de verdad bailan y casi se me cae el pelo de tanta crítica procedente de amigos y desconocidos incapacitados para el baile. Me cayeron chuzos de punta y muchos se ofrecieron para demostrarme lo hombres que eran, incluso mejores que esos a los que yo les hacía ojitos porque movían la carne, el pelo y la osamenta con desparpajo.
Estos días ando por la Suma Flamenca de Madrid, festival donde pueden verse hombres y mujeres cantar, bailar y romperse las camisas de puro gusto. El flamenco tiene esas cosas, que te pone la sangre hirviendo a poco que te fijes un poquito. Yo a estas alturas ya no sé si los hombres de verdad bailan, si los que bailan son más hombres que los demás o si el baile tiene o no una relación directa con las artes amatorias. Lo que sí tengo claro es que el baile causa furor uterino.
La erótica del tablao
Después de diez días de ver hombres y mujeres encima de tablaos, puedo certificar que las hembras enloquecen con los bailaores, que pierden los papeles ante un hombre destrozando una tarima a golpe de tacón y que si es la cadera lo que mueven con destreza, los gritos de las asistentes podrían pasar por alaridos de éxtasis orgásmico.
He visto a mujeres de todas las edades botar en el asiento, gritar cosas que seguramente nunca imaginaron y frotarse las manos al mismo ritmo que su imaginación construía vete tú a saber qué clase de historia. No sucede lo mismo con el público masculino, que opta por la mirada libidinosa y la observación atenta, con lo cual es mucho más difícil saber por qué parte de su cuerpo está circulando el pensamiento.
Los bailaores lo saben y me lo cuentan. Incluso los que son evidentemente homosexuales oyen y reciben proposiciones de todo tipo por parte de mujeres con ganas de dormir al son de unas bulerías. No sé si los hombres que bailan son más o hombres o no, ni si son o no mejores amantes. Ahora bien, lo que está claro como la luz del día es que les faltarían días para atender a tantas hembras dispuestas a comprobarlo.